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lunes, 23 de octubre de 2017

Anarquismo y Nacionalismo


Por Tomás Ibáñez.



Pienso que un debate, teórico y abstracto, sobre “Anarquismo y Nacionalismo”, se podría desarrollar perfectamente en cualquier otro momento, y en cualquier otro lugar del planeta, y que el debate que aquí nos interesa, es el que entronca con el actual momento político, para intentar perfilar una postura libertaria sobre temas como el “Procés”, el independentismo, el “dret a decidir”, o la autodeterminación...

La pregunta que me preocupa, y que pongo sobre la mesa, es doble, consiste en saber, si desde una postura anarquista es coherente implicarnos en el “Procés”, y, por otra parte, si la participación en la lucha por la independencia no conduce, inevitablemente, y sean cuales sean nuestras motivaciones, a imprimir un fuerte, un fuertísimo, impulso al nacionalismo.

Bien, si vamos al actual momento político, es obvio que, en solo tres años, la situación ha cambiado de forma tan espectacular en Catalunya, que David Fernández ha pasado de ser golpeado en plaza Catalunya por los mossos de Felip Puig, a protagonizar el más efusivo de los abrazos con el “President”.

La situación ha cambiado hasta el punto que la magnífica movilización del 15 de Junio del 2011, ¿la recordáis?, contra un “Parlament” al que Artur Mas tuvo que acudir volando, ha dejado paso a los aplausos por su valentía. Y las masivas protestas contra los recortes, se han visto desplazadas por enormes concentraciones donde los responsables de esos recortes, bien lejos de ser abucheados, ocupan lugares de honor.

Cómo es notorio, la fuente de ese cambio no es otra que la irrupción de un “Procés” que ha conseguido sustituir la cuestión social por la reivindicación soberanista.

Está claro que el cabreo de buena parte de la población ante las continuas agresiones del gobierno español, especialmente contra la lengua, junto con el deterioro de las condiciones de vida y de los derechos sociales, ha espoleado el auge del independentismo. Esa es probablemente la causa principal, estamos de acuerdo,  pero sería muy ingenuo pensar que no han intervenido otros factores, y es muy fácil percibirlos, con solo mirar entre bastidores.

Junto al efecto multiplicador producido por un eficaz juego de disfraces entre nacionalismo, independentismo y “dret a decidir”, también la “transversalidad” ha contribuido a incrementar la multitud involucrada en el “Procés”,  una transversalidad, interclasista e interideólogica, donde entrelazan fraternalmente sus manos, los precarios y los pudientes, los David Fernández y los Felip Puig, los pro-vida y las feministas, y que cuenta con cuidadas escenificaciones que la televisión convierte en grandiosos espectáculos a todo color.

El auge del independentismo se debe, también, a que el Govern ha movilizado todos sus recursos institucionales, sus redes de influencia, y su arsenal mediático, afín de situar y de mantener el soberanismo en el mismísimo centro de la vida política, social, y cultural de Catalunya. El Govern supo intuir el enorme potencial de energía que yacía en la diada del 2011, y desde ese mismo momento se volcó en potenciar la movilización de una parte sustancial de la sociedad, teniendo, además, la gran inteligencia de dejar el protagonismo en manos de algunas instancias de la sociedad civil, que él mismo se encargaba, por otra parte, de publicitar y de empoderar convenientemente.

Quienes acudieron a las urnas el 9N, lo hicieron como una afirmación de libertad frente a las prohibiciones y a las provocaciones del gobierno de España, pero, eso sí, amparados, arropadas y espoleados por todo el aparato de poder de la Generalitat. Basta, sino, con comparar el pobre resultado, y las enormes dificultades, del multireferendum del 25 de mayo, con la placida consulta del  9N, para disipar cualquier duda acerca de a qué se debe, no todo, ni mucho menos, pero sí buena parte, del resultado del 9N: a los recursos de poder  que maneja el gobierno catalán.


Ahora bien, el problema  no es, obviamente, el hecho de que crezca el independentismo. Lo preocupante es que quienes participan en el “Procés”, con voluntad de impulsar cambios políticos y sociales de signo radical, no valoren en toda su magnitud, en toda su importancia, y a veces ni siquiera quieran ver, el papel que desempeñan los poderes instituidos en el auge del independentismo. Un papel tan decisivo que ese independentismo resulta, cuanto menos, bastante sospechoso en tanto que posible instrumento emancipador.

Ya sabemos que son multitud quienes asumen el nacionalismo español sin ni siquiera ser conscientes de ello, pero mucho me temo que está pasando exactamente lo mismo con quienes dicen que su independentismo ni es nacionalista, ni se expresa en clave identitaria. Porque resulta que, en el contexto especifico del “Procés”, se hace muy difícil ser independentista sin ser, al mismo tiempo, nacionalista. No digo que eso sea imposible, pero exige que se considere el “Procés” de forma totalmente instrumental, para alcanzar unos fines distintos al de su propia finalidad.

En ese sentido, algunos libertarios, y libertarias, ven el “Procés” como la oportunidad, una oportunidad única, para crear una ruptura que desencadenaría un proceso constituyente, políticamente emancipador, y argumentan que debemos involucrarnos en el movimiento soberanista para ensanchar la brecha que puede contribuir a abrir.

En esa misma línea, también se acude a la viejísima teoría del enemigo principal y de los avances graduales: seguro que os suena, derrotemos primero al nacionalismo dominante, el español, aunque haya que pactar con otro nacionalismo, el catalán, y eso despejará la vía para ulteriores avances.
Rizando el rizo, hay quien dice, incluso, que hay que luchar para que Catalunya consiga su independencia, porque de esa forma se acabará, por fin, la reivindicación nacionalista, y se podrá plantear los temas que de verdad importan.

Quizás, desde una adhesión puramente instrumental al soberanismo, se pueda ser independentista sin ser nacionalista. Quizás. Pero, aun así, lo que sí resulta del todo imposible, en el contexto específico del “Procés”, es ser independentista sin hacerle el juego al nacionalismo, y sin excitar los sentimientos nacionalistas. Unos sentimientos que han demostrado ser tan peligrosos que, hoy, todo dios huye de esa etiqueta como de la peste.

Es del todo imposible no hacerle el juego al nacionalismo, porque lo que se está planteando no es la independencia de una comarca, o de un determinado colectivo, sino de “Catalunya”, claro!, y es la independencia de esa entidad, perfilada como Nación, la que motiva la adhesión entusiasta de la mayor parte de quienes se involucran en el “Procés”.

Es cierto que el independentismo que niega ser nacionalista insiste en que lo que persigue es, simplemente, romper la dependencia del Estado español, y que la gente variopinta, de múltiples nacionalidades y lenguas, que habita este territorio pueda decidir libremente la forma política de su sociedad. Ese independentismo repite que hoy el catalanismo no es identitario, que reivindica su impureza étnica, y que es inclusivo y abierto. Que no se trata de independizar naciones, sino, pueblos y territorios.

Bien! Pero, ¿de qué pueblo hablamos? ¿Acaso del pueblo trabajador? ¿Y de qué territorio? ¿Cómo se definen sus límites?
No nos engañemos, desde un punto de vista no nacionalista, resulta que un territorio susceptible de constituirse como una unidad política diferenciada e independiente, se define por una forma de vida, compartida en el marco de  un proyecto común, y resulta que no puede haber forma de vida en común entre un patrón y un precario, por mucho que ambos sean catalanes, hablen una misma lengua, y habiten un mismo espacio.

Ahora bien, cuestionar una independencia basada en el supuesto “hecho nacional” no significa, en absoluto, menospreciar la importancia del sentimiento de pertenencia a una comunidad. Es obvio que el vínculo comunitario es fundamental, y que vivir en un mismo lugar, compartir una lengua, tener experiencias comunes, desarrolla relaciones solidarias, y crea un sentimiento de comunidad que se inscribe, muy profundamente, en nuestra subjetividad, y que moviliza intensamente toda nuestra afectividad.

Sin embargo, extrapolar ese sentimiento a una entidad abstracta, lo desvirtúa, y lo transforma en otra cosa. La gran astucia del nacionalismo consiste en equiparar el amor al terruño que nos ha visto nacer y crecer, con el amor a esa abstracción que es la Nación. Son sentimientos totalmente distintos, el apego a la tierra natal ni se aprende ni se enseña, simplemente sucede en el roce diario, mientras que el patriotismo, inseparable del nacionalismo, debe ser enseñado e inculcado, mediante sofisticadas operaciones de producción simbólica de la realidad nacional.

Muy probablemente no pueda evitar ser andaluz o catalán, y quizás ni siquiera me apetezca evitarlo, pero lo que sí puedo evitar es transformar esa característica identitaria en un elemento primordial. Porque lo importante, lo importante es el peso que concedemos en nuestras señas de identidad a la adscripción  a una lengua, a un territorio, o a una Nación,  así como, y eso es aún más importante, el peso que representan esas adscripciones en los valores que asumimos, o en la acción política que desarrollamos.

Ese peso va desde cero hasta el infinito. Como es sabido, desde el anarquismo se le concede un peso que se sitúa muy cerca de cero, mientras que el peso que le dan, por ejemplo, los nacional-socialistas, tiende hacia el infinito. El punto exacto  donde nos situamos, entre esos dos polos extremos, depende de nuestro grado de nacionalismo.

David Fernández declaraba, hace poco, el pasado 10 de enero, en un acto de las CUP ““Nadie, nadie nos hará elegir entre cuestión nacional y cuestión social”. ¡Faltaría más! Cada colectivo es muy libre de sus elecciones. Por nuestra parte tampoco tenemos que elegir, pero es porque no estamos confrontados a ningún dilema. La cosa está muy clara, vamos por la cuestión social, esa es nuestra guerra, y nada tiene que ver con una guerra por la cuestión nacional, una guerra que no nos concierne y que dejamos, por completo, en manos de quienes se desviven por protagonizarla, aun a sabiendas de que les tocará luchar abrazados, como ya lo han hecho, a los peores enemigos de la cuestión social.
En ese mismo acto, David Fernández añadía: “El país es demasiado diverso para caber en una sola lista”, ¡y tenía toda la razón! Solo que pasaba por alto que también hay una parte del país que no cabe en ninguna lista electoral, y es a esa parte a la que pertenecemos.

Esas dos declaraciones expresan dos compromisos básicos que, lamentablemente, nos sitúan en campos antagónicos: por una parte, el total compromiso con la cuestión nacional, considerándola inseparable de la cuestión social, y, por otra parte, la decidida participación en la dinámica de “las listas”, en la dinámica electoralista.

En cuanto al primer compromiso, parece que si no se quiere separar la cuestión nacional de la cuestión social, debería ser porque se considera que no vale cualquier forma de independencia, sino solamente la que instaura otro tipo de sociedad. Con lo cual,  si lo pensamos un minuto, lo que pone de manifiesto esa exigencia de no-separabilidad, es, paradójicamente, la existencia de una disimetría entre las dos cuestiones, y resulta, por lo tanto, totalmente incongruente situarlas en un plano de equivalencia que excluye priorizar una de ellas.

Es  obvio que el hecho de resolver la cuestión nacional no tiene porque resolver una cuestión social que se mantendría intacta en una Catalunya independiente pero que fuese ferozmente capitalista. Sin embargo, resolviendo la cuestión social de fondo, la cuestión nacional también queda resuelta, porque en una sociedad igualitaria y libre, ya no es que Catalunya podría ser independiente, sino que podría serlo cualquier parte de la sociedad que así lo quisiera.

Ahora bien, si está tan claro que las dos cuestiones no son equivalentes, que una prevalece sobre la otra y la condiciona, entonces, cabe pensar que la incapacidad de percibir esa disimetría, y la exclamación de que “nadie, nadie nos obligará a elegir entre ellas” responden, en realidad, a la fuerza del sentimiento nacionalista, y, claro, eso desata sospechas, porque apunta al engaño y al autoengaño de quienes afirman que su defensa del independentismo nada tiene que ver con el nacionalismo.

El segundo compromiso, el compromiso electoralista, resulta igualmente problemático, porque no es solamente la cuestión del nacionalismo la que justifica que no nos involucremos en el “Procés”, es también la tremenda contradicción entre la forma que toma la acción política en el seno de la actual movida soberanista, frente a la que pretendemos imprimirle desde el anarquismo.

En efecto, la dinámica desatada por el soberanismo, hace que todo se conjure, desde hace ya bastante tiempo, para institucionalizar la acción política de carácter radical. Referéndum, urnas, “Parlament”, elecciones, plebiscitarias o no... Todo gira en torno a las instancias institucionales del poder político establecido. Se saca la lucha de las calles y del mundo laboral, para otorgar el protagonismo principal a las Urnas y a las votaciones en elecciones, en consultas, o en el “Parlament”. Ahora mismo, por ejemplo, es el horizonte del 27 de septiembre el que va a hipotecar el presente de las luchas. Que lejos queda aquello de ¡“que se vayan todos”!… Está claro que participar en el “Procés” conduce, inevitablemente, a empujar la acción política radical hacia la esfera institucional, y a centrarla en el ámbito del “Parlament”.

Pero bien sabemos que, en esas condiciones, lo único que puede surgir de las urnas reclamadas por el soberanismo es la creación de un nuevo Estado capitalista, nunca la ruptura con el capitalismo.

¿Acaso es eso lo que queremos decidir? ¿Es esa la autodeterminación que nos interesa y por la que vale la pena luchar, salvo, claro está, que seamos nacionalistas?

Resulta que, como anarquistas, defendemos efectivamente la autodeterminación, sí, pero no auspiciada desde el poder, no conseguida mediante las urnas institucionales, porque entonces solo puede ser un simulacro de autodeterminación.

No nos engañemos, la autodeterminación solo puede ser conquistada, arrancada. Porque al igual que ocurre con la libertad, esta tampoco se otorga, y también se conquista. Se conquista, como cuando se okupan espacios para sustraerlos a las normas que rigen el sistema, o como cuando se okupan unas fábricas para autogestionarlas, o como cuando en el 36 las comarcas decidían implantar el comunismo libertario.

Autodeterminación, sí, pero de verdad, sin pedir permiso a las instituciones, transformaciones radicales llevadas a cabo directamente por los colectivos concernidos, en el ámbito local, no institucional, y que luego, eventualmente, se federan.

Esa es la autodeterminación por la que vale la pena luchar, pero nunca una autodeterminación para crear otro Estado, no una autodeterminación en forma de SÍ-SÍ, no una autodeterminación para consolidar la forma Nación.

Cambiar una bandera por otra nunca ha sido nuestro problema, ni puede ser nuestra lucha, y ni siquiera una parte de ella, por muy pequeña que sea.

Se trata, eso sí, de desairar banderas, de promover desobediencias y de multiplicar rupturas. Pero sin confinarlas en un escenario rupturista de carácter nacional, porque conviene no olvidar que, lejos de ser realidades “naturales”, las naciones, todas las naciones, se han construido con sangre y lágrimas, la sangre y las lágrimas de la gente de abajo.

Fueron los enfrentamientos por el poder y por la riqueza, los que poco a poco fueron agrandando y agregando posesiones, juntando territorios, y colocando bajo una misma autoridad, poblaciones dispares. Luchas, guerras, pactos, alianzas, hasta configurar un condado, un reino, o una república, o cualquier otra estructura política centralizada, que se transforma en una Nación, o en un país, o en un pueblo, cuando adquiere carta de naturalidad para sus súbditos.

Las naciones son un artefacto del poder, y constituyen un dispositivo de dominación que se construye homogeneizando heterogeneidades, incluso en el plano lingüístico.

De forma, que al reivindicar la existencia política de una determinada nación, lo que estamos asumiendo, implícitamente, es la historia de sangrientos enfrentamientos por el poder, y estamos haciendo nuestras  tanto la lógica que ha guiado esa historia, como el resultado en el que ha desembocado.

Ahora bien, si las naciones han sido hechas, también pueden ser deshechas, y uno de nuestros cometidos en tanto que anarquistas es, precisamente, deshacerlas. Debemos ser resueltamente “nacionalicidas”, sí, nacionalicidas, respecto de la función política que cumple el concepto de Nación, y de los enormes recursos de todo tipo que se invierten en la construcción simbólica, y en el mantenimiento de “la realidad nacional”.

En tanto que libertario no es que quiera una Nación sin Estado, es que no quiero ni un Estado ni una Nación.

Y, ya, para ir concluyendo, está claro que debemos luchar contra el nacionalismo español, y que  uno de los yugos de los que nos tenemos que liberar es el de la opresión del Estado español. Pero no porqué esa opresión nos constriña en tanto que miembros de una Nación, de un País, de un Pueblo, de un Territorio, o como se le quiera llamar, sino porque es un instrumento de dominación y queremos romperlo, pero sin darle la satisfacción de reproducir miméticamente sus propios principios basados en “el hecho nacional”.

Frente a la pregunta de si apoyamos o no, de forma general, las luchas de liberación nacional, la respuesta es que consideramos que hay que prestar un apoyo rotundo a las luchas contra la dominación nacional. Pero eso no se puede confundir con un apoyo a las luchas de liberación nacional, y esta distinción se entiende perfectamente si se reformula el planteamiento simplista que dibuja como situación primaria, la de una Nación oprimida que lucha por liberarse.

En realidad, lo que existe primariamente es una fuente de opresión, lo que hay, en origen, es una Nación, en posición de fuerza, que tiene interés en dominar un determinado colectivo y en controlar su territorio. Cuando ese colectivo se levanta contra la dominación nacional, es obvio que debemos darle apoyo, porque forma parte del anarquismo, impulsar todas las luchas contra la dominación.

Sin embargo, apoyar el combate contra la dominación nacional no implica, para nada, que se tenga que apoyar también la parte de esa lucha a favor de la liberación nacional, un objetivo que tan solo representa sustituir una forma de dominación por otra, y sería del todo surrealista apoyar, desde el anarquismo, un combate por la dominación.

¿Posición compleja, que exige diferenciar la lucha “contra la dominación nacional”, y la lucha “por la liberación nacional”, aun cuando ambas suelen estar entremezcladas? Pues, sí, ciertamente, posición compleja, pero nadie ha pretendido que el anarquismo fuese simple.

En definitiva, no se trata de entorpecer la independencia de Catalunya. La creación de un nuevo Estado en Europa, o fuera de ella, no es nuestro problema. Por mi parte, si eso se produce algún día, y si aún estoy a tiempo de verlo, me alegraré, me alegraré mucho, porque se estará debilitando España, pero, al mismo tiempo, lo lamentaré, lo lamentaré profundamente, porque se estará creando un nuevo Estado que nada, nada, tendrá que envidiar al Estado español.
¿Entorpecer la independencia? No, claro. Ahora bien, tampoco ayudar,  ni en lo más mínimo, a que acontezca, sino denunciar el engaño que supone para los de abajo que se les venda la moto de que esa lucha merece su colaboración, y denunciar, también el substrato nacionalista sobre el que descansa, necesariamente, esa lucha.

Debemos elegir, debemos elegir entre arroparnos, ya sea materialmente, o solo simbólicamente, en una estelada, o bien defender las ideas anarquistas. Y, a partir de ahí, que cada cual elija legítimamente lo suyo. Ahora bien, si hacemos lo uno, si nos involucramos en el “Procés”, no podemos hacer lo otro, que consiste en luchar para erradicar todas las formas de la dominación, porque eso sería tan incompatible como arroparnos en la bandera española en lugar de rechazarla, y, al mismo tiempo, proclamarnos anarquistas.