En efecto, basta con observar la realidad que nos rodea para darse cuenta que en este primer mundo cada vez hay mayores bolsas de pobreza, que difícilmente pueden ocultar los sistemas de beneficencia y los guetos urbanos. El desembarco cada año de miles de pateras, con su rastro de muerte, es la imagen de un tercer mundo que arriba en los países más ricos en busca del bienestar y encuentra nuevas expresiones de explotación, racismo y exclusión social. Con todo, las migajas del estado del bienestar que encuentran los inmigrantes, ya sean del Magreb o el África Subsahariana, de Latinoamérica, de los países del este de Europa o de Asia, son más que las hambrunas en sus países de origen y aceptan por la fuerza de la necesidad su nueva situación de marginalidad, contribuyendo con su fuerza emergente, a la disgregación de un mercado de trabajo ya de por si bastante degenerado. Porque la característica fundamental del actual mercado de trabajo es la precariedad.
Sucesivas reformas laborales han generalizado los contratos basura, los despidos baratos, la subcontratación abusiva y, en definitiva, el todo vale, porque la patronal puede incumplir sistemáticamente cualquier normativa laboral sin apenas consecuencias. Un mercado en el que abundan los salarios que rayan el mínimo de supervivencia. En este primer mundo cobrar 500 o, 600 euros al mes no deja de ser una condena a pobreza perpetua. Y qué decir de los cientos de miles de personas que viven con pensiones o subsidios aún más bajos.
En este primer mundo cobrar 500 o 600 euros al mes no deja de ser una condena a pobreza perpetua
Aun el común de trabajadores y trabajadoras, los “mileuristas” como se acostumbra a llamarlos, no pueden ir mucho más allá, abrumados por hipotecas o alquileres, gastos de transporte y una sociedad de consumo que les va consumiendo, sin darse cuenta, las energías y las ilusiones.
Pues con todo, lo peor, como siempre ha sido en la sociedad capitalista, no es la precariedad material en que vive la clase trabajadora, sino la consecuente miseria moral a la que conduce y que es la base del mantenimiento de su condición esclava de explotados.
Es esta miseria moral la que alimentan las instituciones del Estado, ya sean políticas o sindicales, culturales o religiosas, todas ellas al servicio del mercado que les permite un grado mayor o menor de poder e influencia, siempre que no saquen los pies del plato, por supuesto.
Y es especialmente decepcionante el papel que están jugando las fuerzas políticas y sindicales que se llaman de izquierdas, pues de ellas se supone que deberían servir a todo lo contrario. Izquierdas que se han pervertido en una socialdemocracia de corte neoliberal y populista, que mantiene viejos discursos y un aire de progresía pero que en la práctica no se le ocurre ni siquiera discutir los postulados económicos del sistema, con lo que dejan un halo de falsedad y desencanto que ha calado en gran parte de la clase trabajadora.
Y unos sindicatos que se mantienen con las subvenciones y prebendas de las administraciones públicas y de la patronal, que se interponen entre empresas y trabajadores, garantizando una interlocución para aquellas, que elimine cualquier tipo de acción directa de estos, promoviendo la desmovilización y la sumisión, defendiendo el estatus quo, la paz social, el mantenimiento de situaciones de injusticia y explotación, porque su supervivencia como sindicatos, depende directamente de ello.
La alternativa anarcosindicalista que ofrecemos a los trabajadores es la única alternativa real que hoy en día aún puede oponerse con eficacia al capitalismo neoliberal y global
Nadie cree ya en políticos y sindicalistas de estos, aun así se mantienen sostenidos por todo el aparato legislativo, represivo y propagandístico del Estado. Y no hay respuesta de la sociedad. Porque se ha perdido la creencia de que las cosas pueden ser de otra forma y los valores propios de la clase trabajadora, como la solidaridad, la creatividad, el buscar soluciones concretas y efectivas a los problemas concretos, el anhelo de un mundo mejor, mas justo, yacen dormidos en el subconsciente colectivo, del que no pueden salir en esta sociedad en la que la sumisión se mantiene por el miedo a quedarnos solos en nuestra protesta, en la que los derechos quedan aplastados por los favores y se busca siempre una salida individual que conduce finalmente a una mayor frustración.
Es en esta sociedad del miedo y el individualismo donde la CNT tenemos que intervenir y llevar nuestra alternativa a la clase trabajadora. Hoy como hace 100 años nos proponemos fomentar el asociacionismo de los trabajadores, porque sabemos que la práctica de la solidaridad es el arma que tenemos para enfrentarnos a los poderosos. La alternativa anarcosindicalista que ofrecemos a los trabajadores es la única alternativa real que hoy en día aun puede oponerse con eficacia al capitalismo neoliberal y global. El anarcosindicalismo ofrece una forma de organizarse, de abajo arriba, en la que se ponen en práctica unos valores contrarios a los que impone el mercado y en la que los trabajadores son dueños de sus propias decisiones colectivas, sin jerarquías que perviertan su actividad, donde la solidaridad y la organización se hacen un hecho que permite el surgimiento de todo el caudal de creatividad y de rebeldía que la clase trabajadora acumula.
Esta es la función de la CNT, llevar a la clase trabajadora la certeza de que si se organiza puede cambiar el mundo, recuperar la ilusión y la rebeldía, el ansia de justicia y libertad, la capacidad de intervenir colectivamente en los asuntos que nos afectan, sin intermediaciones impuestas por nadie, la utilidad de actuar organizados y mediante la lucha y la solidaridad, en los conflictos del día a día, ir mejorando nuestras condiciones materiales y morales de vida.
Los esclavos del siglo XXI tenemos pendiente dar nuestra respuesta al mundo que nos ha tocado vivir, realizar nuestra revolución social y la alternativa anarcosindicalista que la CNT representa, es la única herramienta válida para ello. Ese es nuestro mensaje a la sociedad.
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